Por qué no se debe sobreproteger a los niños

Sí podemos proteger a los niños, pero no sobreprotegerlos

Estefanía Esteban, Periodista
En este artículo
  1. El vídeo que escenifica cómo se siente un niño sobreprotegido
  2. Los peligros de proteger en exceso a los niños

A veces protegemos tanto a los niños que produce risa. Para nosotros el mundo es un foco de riesgos e intentamos evitar a toda costa que nuestro hijo sufra. Así que les ponemos casco, rodilleras, y hasta les cubrimos de papel de burbujas. Por dentro y por fuera. No lo vemos. Pero ahí están. No les dejamos salir sin nuestra estrecha vigilancia. No les dejamos escalar el tobogán. Les apartamos a toda costa de los niños que insultan. Les tapamos los oídos. Les tapamos los ojos. Pero entonces... ¿cómo van a vivir?

El vídeo que escenifica cómo se siente un niño sobreprotegido

Un niño recibe un regalo. Lo abre ilusionado. Pero el regalo es un traje protector, fabricado a base de cámaras de aire. El niño no se golpea. Pero no puede jugar. Ni siquiera correr. Al final queda relegado y solo. Es una fantástica metáfora de lo que ocurre con los niños sobreprotegidos. El vídeo es de St John Ambulance, una compañía que imparte cursos de primeros auxilios para padres, convencidos de que la mejor manera de educar a sus hijos es dejándoles ser niños. Para eso, es fundamental estar preparado, física y mentalmente, para poder atenderles en sus caídas, físicas y emocionales. 

Por supuesto, tan peligroso es el polo opuesto, el de los padres que no vigilan nunca a los niños y se despreocupan por completo de ellos. El justo medio es la virtud y ése no es otro que el sentido común. ¿Sobreproteger o no proteger en absoluto?

Los peligros de proteger en exceso a los niños

Niños con papel de burbujas

Una vez vi a una madre que llevaba a su hijo de un año con un arnés elástico. Me extrañó. Era una imagen un tanto cómica. Parecía un perrito atado con una correa. Su madre me dijo que sólo era para evitar que se cayera, porque estaba aprendiendo a andar. Pero yo pensé... ¿y si no se cae, cómo va a aprender a andar? Claro, que yo vengo de otra época. 

En mi siglo, no hace tanto, los niños aprendíamos a base de caídas, de cicatrices y chichones. Nos conocíamos muy bien el camino hacia el botiquín de la casa. Un poco de agua oxigenada y mercromina y listo. Ni una lágrima. Las heridas formaban parte del juego.

A los niños nos gustaba mucho explorar lo desconocido, y sentir las alas libres para poder descubrir misterios. Porque a cierta edad, el mundo es una caja de secretos. Los destapábamos a base de abrir muy bien los ojos y atreverse a todo. Subíamos a un árbol con miedo, pero subíamos. Nos tirábamos por cuestas empinadas con el monopatín. Alcanzábamos retos. Superábamos problemas. Y todo eso generaba una maraña de coraje, ilusión, creatividad, autonomía. 

Ahora acolchamos todas las esquinas de la casa. Les prohibimos jugar con la arena por si se manchan. Les damos todos los caprichos para evitarles una frustración. Somos más permisivos. Nos cuesta mucho más poner límites, decir que No. Les damos lo que desean pero no les dejamos volar libres, porque pueden hacerse daño. Es como si tuviéramos en casa un pajarito encerrado en una jaula. ¿Y qué pasa cuando un día decides que ya es hora de que el pájaro abandone su jaula? Que ya no quiere salir de ella, porque es lo único que conoce. Porque tiene miedo a volar. Porque nunca voló. 

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