El coraje y lucha de una madre con una niña con discapacidad motórica

A María José le dieron tres meses de vida y está a punto de cumplir 15 años

Miguel Domínguez Palomares, Auxiliar técnico educativo
En este artículo
  1. Los gestos y la actitud positiva de una niña con discapacidad motórica
  2. El duro pero gratificante día de una madre con una niña con discapacidad motórica

Son historias duras y, en ocasiones, difíciles de asimilar. Quizás por eso muchas veces para protegernos les damos la espalda. Pero son realidades que están ahí y que es necesario que salgan a la luz. Hoy queremos compartir contigo la historia de lucha, coraje, esfuerzo y, sobre todo, de mucho amor de una madre con una niña con discapacidad motórica.

Los gestos y la actitud positiva de una niña con discapacidad motórica

niña con discapacidad motórica

La perspectiva que me da mi trabajo me permite valorar que, para llegar al mismo lugar, no todos recorremos el mismo camino y que la vida, a veces, no es una cuestión de tiempo.

A las nueve comienza mi jornada laboral. A esa hora llegan nuestros alumnos y, entre ellos, María José, una alumna con discapacidad motórica e intelectual, baja visión y una salud muy delicada, que precisa del acompañamiento de una enfermera diariamente en clase.

Necesita muchos cuidados y una atención permanente desde que se levanta hasta que se acuesta. Es aparentemente frágil y muy vulnerable: tiene las defensas bajas y está expuesta a coger cualquier virus con más facilidad que los demás. Al nacer los médicos le dieron solo tres meses de vida, pero ya tiene más de ciento setenta y cinco, todos los que completan sus casi quince años. Ella, como la pequeña Momo, no le hizo caso al tiempo, solo quiso vivir.

Al llegar, dispuesta delante de todos, nos observa con precaución y, tras unos segundos que le sirven para ubicarse, nos regala una sonrisa y un cargamento de besos para nuestro deleite. María José no habla, solo lanza cariñosas pedorretas y mensajes envueltos en besos y, cuando algo o alguien no le gustan, gira la cabeza, porque para ella hay gestos que valen más que mil palabras. Sentada en su silla luce un precioso vestido. Como todos los días se le ve radiante, lustrosa, feliz, viva; dispuesta para trabajar y sacar el máximo partido a sus capacidades.

Es así como se produce nuestro primer contacto. Comienza el día para todos, aunque para María José hace un buen rato que ya lo hizo.

El duro pero gratificante día de una madre con una niña con discapacidad motórica

niña con discapacidad motórica

Mientras, en casa, su madre se toma ahora una pequeña pausa. Comenzaron juntas la jornada. La de ella, como la de todas las madres, comienza antes que la de sus hijos, pero en este caso, con una niña de las características de nuestra protagonista, un poco más temprano si cabe.

Merece la pena tanto esfuerzo, sobre todo porque la ve feliz y eso le da tranquilidad y fuerza cuando, con las calles todavía desiertas y la noche desparramándose por ellas, se cuela el sonido del despertador, fiel a su cita. Seguidamente un haz de luz se abre paso tímidamente entre la penumbra y se asoma al vacío desde su ventana anunciando que son las seis de la mañana. Comienza ahora, como cada día, una vertiginosa cuenta atrás. Casi tres horas por delante dedicadas a contrarreloj a su hija, todo para que cuando lleguen las nueve, esté en perfectas condiciones y pueda comenzar la jornada escolar.

Lo primero es lanzarse de la cama con brío, sabedora de que solo dispone de unos minutos para ella. Una ducha rápida y un café furtivo la esperan. Al poco, desde la habitación de al lado, resuenan amortiguados en el silencio unos besos, son los que lanza la niña a la madre advirtiéndole que la está esperando, que ya está despierta, preparada y entregada para que la atienda.

Es el momento del primer encuentro entre ellas, de la unión de las miradas, de la conexión de las sonrisas, de la pureza de los sentimientos. Sin tiempo que perder y aún con el sabor del desayuno en los labios, comienza el ritual que se repite desde tiempos pretéritos. Primero unos treinta minutos de aerosoles para arrancar las secreciones acumuladas en la noche. La niña rociada de vapores, la madre colmada de paciencia, una ceremonia necesaria que facilitará a María José la ingesta de un cargamento de fruta triturada para paliar su bajo peso y, no menos importante, la de un arsenal de pastillas, más de diez diarias y las estacionales (eso contando con que no haya complicaciones añadidas).

No es una empresa fácil, a la pequeña no le gustan las pastillas y se resiste. Hay un cruce de miradas, se fruncen los ceños, se aserian los gestos, saltan las lágrimas. Finalmente, una música salvadora que surge de la nada se impone en la escena calmando a la niña, que abducida por las notas se distrae, momento que aprovecha la madre para culminar la tarea. Se ha perdido algo de tiempo pero pocas cosas son tan importantes en la vida de esta niña como lo es la medicina, un lujo que no puede permitirse desperdiciar. Esta circunstancia genera mucha responsabilidad y ansiedad en la madre, algo lógico cuando la salud de su hija está en juego.

Las secuelas del envite aconsejan después una buena ducha. El tiempo, que en estos momentos no corre sino vuela, se toma una pequeña tregua. El aroma de los bálsamos y la voz cálida de la madre limpian y calman a nuestra chiquilla. Este acto se convierte en un pequeño momento al día para el juego, para estrechar lazos, para compartir miradas cargadas de mensajes que solo ellas saben interpretar.

De nuevo vuelta a la realidad. Unos minutos para vestirla y ponerla guapa porque pronto Alicia, la otra hija, se pone en pie. Llegado a este trance es el momento en el que la madre hace magia y se vuelve divisible, omnipresente. Sin perder ojo a la mayor que ya está lista, se ocupa de la pequeña Alicia que, aunque muy autónoma, necesita la atención materna.

Las horas han pasado sin darse casi cuenta. A lo lejos se acerca el viejo autobús con su paso cansado y lento, tiempo que se aprovecha para los últimos retoques. María José, que lo presiente, se agita en su silla haciendo fuerza para acelerar su marcha. Le encanta ir al colegio. Queda un instante para la despedida, suficiente para que ambas se colmen nuevamente de besos.

La madre que la ve alejarse feliz le dice adiós con una mano, mientras, con la otra, sostiene la de su otra hija. Todavía sobran unos minutos para llegar a las nueve y ahora los invierte en achuchones para Alicia, todos los que no le ha dado antes y, tal vez, los que no le podrá dar después.

Mañana se repetirá la misma escena. Llegará María José con nosotros al colegio, pero antes, una nueva lucha se habrá librado en aquella casa contra el reloj y los elementos. Ninguna se queja, es lo que les ha tocado vivir. No es mejor ni peor, no es más fácil ni más complicado, es su realidad y no la quieren de otra manera. Saben, desde que María José nació, que no tienen que hacerle caso al tiempo, solo aprender a manejarlo, descifrar cómo detenerlo y en ese espacio infinito que queda, dejarse llevar y vivir.

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